La caza

Llevamos cinco horas caminando a paso ligero. Hemos salido muy temprano pero el calor ya se hace notar. Ya no me queda agua y no sé cómo me las apañaré para volver. Por fin Dia se para, les da unos consejos a otros cazadores y me dice que le siga allí donde las hierbas son muy altas. Por mucho que Dia me explique que tiene remedios contra las mordeduras de serpiente, estoy nervioso y preocupado al adentrarme en esa vegetación. Pero no he caminado como un condenado para quedarme aquí, ¡venga vamos! El ballet de Dia es sorprendente, camina sin hacer ruido, al acecho del más mínimo grito. Se queda parado, levanta la mano para que no me mueva y nos quedamos así durante por lo menos diez minutos, callados y sin movernos.
De repente, a unos pocos metros un vuelo de perdices. Dia dispara un cartucho y tres hermosas perdices caen a mis pies. Me siento torpe y pesado en esta sabana, al lado de Dia que se mueve con lentitud y harmonía. Se inclina como las hierbas con el viento, desaparece, reaparece, gira a la izquierda, huele el aire, escucha el viento, salta sin hacer ruido, brinca sin caerse. Lo hace todo de manera muy natural mientras que yo estoy pesado, agotado, pero en total admiración ante este espectáculo.
Dia decide que se ha acabado la caza. Menos mal, ya era hora, pero la idea de volver me aterroriza. Lo nota, y durante el viaje de vuelta, me da su agua, me lleva mi mochila y me da ánimos. Llegamos a la aldea al anochecer.
Esta primera caza con Dia se quedará grabada en mi memoria. Muchas veces le acompañé en otros periplos, y siempre tuve la impresión de que, cuando Dia Keita se adentraba en la sabana, desaparecía, se confundía con las hierbas y el viento. Muchas veces tuve el sentimiento de que se convertía en otra persona, al mismo tiempo que me protegía.